Otro nuevo día amaneció en Melilla con los consiguientes gritos e incomodidades pasadas que se convertirían poco a poco en cosas cotidianas, apenas sin importancia.
Vestidos con nuestro nuevo traje de “mimeta”, salimos hacia el comedor para desayunar. Al salir del cuartel no pudimos sino maravillarnos de aquella bellísima vista que se presentó ante nuestros ojos: Desde nuestro barracón vi lo que sería uno de los más bonitos y espectaculares amaneceres que nunca observé aún a día de hoy. Es quizá la imagen que más se me quedó grabada durante mucho tiempo. Las palmeras, los edificios, nuestro cuartel, todo aparecía bañado por una increíble cantidad de colores producidos por el sol, un sol que apenas sobresalía del horizonte azul. Eso nos hizo descubrir que aquel agujero infecto al que habíamos ido a parar tenía cosas bonitas, muy bonitas…
Después de desayunar el “pochascao”-una especie de colacao cuyo parecido con el original era únicamente el color- nos formaron en la explanada del cuartel.
Desde esa hora y hasta el final del día estuvimos haciendo “orden cerrado”. Era una forma de decir “todo el santo día desfilando y haciendo el cabra con el CETME”. También tuvimos la “suerte” de conocer a todos nuestros instructores, hasta nuestro capitán.
Nuestro capitán, era un militar a la vieja usanza: gafas de sol, perilla reglamentaria y una pinta de mala leche que hacía que te temblara la voz al hablar con él o las piernas cuando pasabas cerca. Era Dios. El que decidía si ese día íbamos al cielo o al inferno.
Luego estaban los mandos intermedios. Éstos se preocupaban concienzudamente de putearnos lo que pudieran con tal de que el día de la jura desfiláramos como Dios manda. Delegaban en nuestros auxiliares, que eran compañeros de reemplazo superior, que era lo mismo a decir casi mandos para nosotros, pobres reclutas.
Al fin, terminó nuestra “jornada” y nos dejaron salir de paseo a la ciudad. Hacía cuatro días que había salido de casa y no había podido dar una vuelta en libertad como una persona normal.
Esa tarde, bajé con Ángel a dar una vuelta por la parte más o menos cercana del cuartel. Llegamos a la avenida Juan Carlos I, y allí pude ver qué tipo de ciudad era Melilla.
La avenida era una calle grande con dos carriles para coches que llegaba directamente hasta la plaza de España, donde se encontraba el ayuntamiento y el casino militar. La formaban multitud de edificios de estilo modernista, muy del tipo del barrio de Salamanca de Madrid. Parecía totalmente una ciudad “normal” a nuestros ojos. Estaba llena de tiendas; muchos bares repletos de soldados, bazares y algo que nos llamó la atención: joyerías. Había muchas joyerías repartidas por la avenida y calles adyacentes.
al enfilar la avenida, se nos acercó un musulmán (en aquella época, moro) y nos dijo algo de forma ininteligible. Al preguntarle qué decía respondió:
– Que si queres grifa, grifa buena.
En plena calle, delante de todo el mundo nos estaban ofreciendo droga, como quién pide la hora, increíble. Tras la negativa, continuamos andando. Otro moro, cargado de ropa, relojes y demás cacharros se nos acercó y una vez más nos ofrecieron mercancía, aunque esta vez de otro tipo. Al echar un vistazo vimos que absolutamente todo era de imitación, desde los relojas hasta los pantalones, pero denotaban un gran esfuerzo por parte de los falsificadores, recuerdo que hastal los Levi’s tenían el holograma de autenticidad…
Poco después, nos llegó la cara más amarga de la ciudad. Niños de unos 6 años deambulaban buscando clientes para venderles unos chicles de una marca marroquí.
Esas caras sucias, llenas de mocos, transmitían tal cantidad de tristeza que se nos partía el alma. Era increíble ver cómo los melillenses los apartaban como si nada, como si no existieran. Esta ciudad era totalmente descorazonadora, dentro del cuartel, insoportable, fuera casi peor.
Un niño se me acercó con la caja de chicles en la mano, pero no me ofreció ninguno. Tan sólo me pidió una galleta de las que estaba comiendo en ese momento del tipo “principe”.
No pude hacer otra cosa más que darle todo el paquete mientras le sacudía el pelo cariñosamente.
Al poco volvimos al cuartel, pensando en cómo era posible que en España a finales del siglo XX, todavía los niños tuvieran que pasar por estas situaciones y maldijimos a todos los políticos, a los de aquí y sobre todo a los de nuestro país vecino, Marruecos.
Con la pena saliendo por nuestros poros, volvimos a ponernos el mimeta para cenar y la formación nocturna, con la sensación de haber vivido un mal sueño.